La competencia oratoria y el éxito del ejecutivo
Semanas atrás asistí a una reunión con el director de una compañía de registro de marcas y patentes. Se quejaba el gerente de las rudimentarias habilidades que poseían sus ejecutivos para despertar un real interés en los públicos a los cuales se dirigían, para retener su atención y para conseguir que esos contactos fueran altamente productivos y de grata recordación. Les falta estilo, les falta técnica, les falta fuerza y convicción en sus presentaciones ante los clientes, anotaba el gerente.
Luego intercambiamos comentarios sobre algunos oradores y conferencistas de la ciudad y del país. Mire, hace poco asistí a una conferencia por puro compromiso y, para qué lo niego, con mucho desgano. Pensaba retirarme al cabo de veinte minutos, pero no fue así. Me quedé dos horas, dos horas que se me fueron volando. De pronto ya eran más de las ocho de la noche y ni cuenta me había dado. Estaba absorto, fascinado con las dotes oratorias de ese señor, con la destreza que tenía para relatarnos historias con las cuales podíamos fácilmente identificarnos. En aquel momento fui muy consciente de que el éxito y el dominio de la palabra van de la mano. Qué me gano yo con programar cursos de liderazgo o de resolución de conflictos si mi equipo de trabajo no sabe ni siquiera cuáles son las claves para ganarse la atención y el respeto de un público En ese sitio y a esa hora fui perfectamente consciente de que mi gente debería tener una guía profesional, un entrenamiento completo en habilidades oratorias y manejo de grupos para que mis clientes nuevos y viejos se sintieran como yo me sentí con aquel señor.
Es un mito considerar que estas habilidades son exclusivas de un reducido número de personas, que son difíciles de emular y mucho menos de igualar. De hecho, en los seminarios de presentaciones efectivas suelo referirme a éste y a otros cuatro mitos relacionados con la excelencia en la oratoria. La realidad en torno a la naturaleza de los expositores de alta calidad es que se hacen. Ningún expositor será capaz de lucirse sólo a punta de labia, es decir, sin práctica, sin autocrítica, sin asesoramiento y sin una concienzuda preparación. Un observador agudo sabrá distinguir rápidamente entre un chacharero armado de mera pirotecnia verbal y un argumentador que utiliza buenas técnicas de persuasión. Esto último tiene mucho que ver con una armoniosa combinación de conocimientos, energía, conciencia del público, originalidad y seducción. No se improvisa sin pagar un alto precio por ello.
Un segundo mito consiste en presumir que los expositores-estrella tienen una memoria portentosa, que todo lo tienen bajo control. Error. Hay muchas situaciones inesperadas que el expositor debe sortear con naturalidad y espontaneidad. Sí, naturalidad y espontaneidad son herramientas de gran poder, pero es preciso saber utilizarlas para no caer en la improvisación. A los públicos les encanta la espontaneidad, el comentario sorpresivo, aquello que suele llamarse romper el libreto, pero no se debe abusar de esta situación ni confiarse demasiado.
Dominio del tema e interacción exitosa con los públicos no equivalen, por tanto, a seguir al pie de la letra el guión, a la rigidez y a la perfección. Estos supuestos requerimientos, por lo general, intimidan a los expositores menos expertos y abonan el terreno para aquello que se conoce como el pánico escénico. Se generan visualizaciones negativas y tortuosas antes y durante la situación de exposición y el menos experto termina por sucumbir a los efectos de la autoconciencia (¡me están mirando! ¡me están criticando! ¡estoy haciendo el ridículo!). Los oradores de alto desempeño, por el contrario, aprenden que la inspiración viene detrás de la preparación y que las chispas del ingenio y el apunte certero flotan a su alrededor cuando se combinan hábilmente las técnicas respiratorias, vocales, gestuales y retóricas.
Un tercer mito, muy arraigado en los viejos maestros de las instituciones universitarias, consiste en afirmar que es mucho más importante aquello que se dice la sustancia y no la forma en que se comunica la envoltura, el toque estilístico. Nada más alejado de la realidad. El humor, el lenguaje gráfico, la experiencia directa, la variación tonal y la descripción exacta de una situación tienen un efecto potentísimo en el ánimo y en la mente de la audiencia. La información descarnada, cuadriculada y desaliñada no seduce a ningún público de estos días. El preguntarse cómo se comunicará algo es tan esencial como la esencia misma. Muchos relatos, muchos conocimientos se habrían extraviado con el paso de los siglos de no ser porque alguna mente inquieta o traviesa resolvió algún día darles un toque especial.
Otro mito muy extendido, que impide a muchos líderes y oradores alcanzar el grado de excelencia, consiste en la errónea suposición de que el silencio y las pausas demuestran confusión, pérdida del control y nerviosismo. Por autosuficiencia o mal entrenamiento, estas personas suelen emitir un discurso apresurado y a veces desbocado con la intención de mostrar que se tiene plena autoridad sobre el tema, o que la rápida sucesión de ideas brillantes provocará admiración y adhesión. No hay tal. La mejor comida puede indigestar a cualquiera. En varias ocasiones he asistido a charlas de personas expertas en su campo, estudiosas y muy bien preparadas que desconocen por completo la poderosísima técnica de las pausas calculadas. Se fatigan innecesariamente y fatigan a su público al servirles el desayuno, el refrigerio y la comida a la vez. Desde luego, ignoran que la pausa permite reflexionar en lo que se acaba de decir y en lo que se dirá después. El efecto mágico de la pausa contribuye en gran medida a alcanzar el gran propósito de cualquier presentación efectiva: retener y refrescar la frágil atención del público.
Finalmente, subsiste el mito de la actuación. ¿Cómo que debo actuar, si estaría dejando de ser yo mismo?, alegan los inexpertos. Resulta que la situación de exposición es una pose, una manera de estar, tal como ocurre cuando asistimos a una fiesta de gala o a una de disfraces. Sí, no cabe duda: debemos aprender ciertos trucos de presentación que, a primera vista, podrán parecernos excesivos o fingidos, pero los líderes y expositores de primera categoría han aprendido que la percepción del público es muy diferente. Para el auditorio, estas personas con gestualidad enérgica proyectan algo que necesitamos inculcar con urgencia en los empleados de nuestras compañías: pasión, capacidad de comunicación y alto compromiso.
Excelente artículo estimado Juan Carlos, Dios lo bendiga, espero que mantenga bien en alto el nombre de Colombia.