¿Puede una empresa sobrevivir durante más de mil años? Las hay que lo han hecho, pero haciendo lo contrario que la mayoría
Los tiempos cambian, los productos se quedan sin demanda, las tecnologías se vuelven obsoletas, los mercados mutan, las condiciones monetarias dan bandazos, la economía gira (y des-gira)… y como consecuencia de todo ello las empresas van y vienen. Pero van de que se van al otro lado, y surgen otras nuevas que vienen para seguir abasteciendo a los mercados.
La realidad es que la esperanza de vida empresarial no es muy elevada que se diga, o más bien es bastante corta si la comparamos con la mera esperanza de vida de una generación humana. Pero hay empresas que trasgreden toda esta sucesión de factores, y emergen demostrando que hay otros modelos empresariales que también son posibles, además de muy viables tras haber pervivido en el tiempo durante más de un milenio. ¿La receta mágica con la que nadie más parece dar? Pues la tenemos todos delante de nuestras pantallas, sólo que pocos son capaces luego de mantenerse fieles a ella en todo momento…
Las empresas, esos agentes socioeconómicos a veces elogiados a veces satanizados, pero que tienen su razón de ser y su función
Por definición, y también por espíritu de mera supervivencia empresarial, (casi) toda empresa aspira a perpetuarse y a seguir obteniendo del mercado cuantos más beneficios mejor (otra cosa es en qué medida lo consigan). No es para nada ninguna creencia anti-capitalista, sino tan sólo la evidencia práctica de una teoría por la cual una empresa, en el sistema capitalista, tiene por casi única razón de ser la obtención de retornos del mercado derivados de la venta de sus productos y/o servicios. Ahora bien, la realidad es que esa supervivencia tan denodadamente buscada por toda entidad empresarial, suele ser mucho más corta de lo que a priori se podría pensar.
Y es que son relativamente pocas las empresas que duran unas cuántas décadas, muy pocas (poquísimas) las que duran más de un siglo, y ninguna la que dura más de un milenio. ¿Ninguna? En un valeroso reducto japonés una empresa resiste los envites de los siglos, de los mercados, de los consumidores, de las guerras… y sobrevive contra viento y marea (de verdad), demostrando una clara y efectiva visión empresarial en los plazos más largos. Esos plazos en los que todas sus compañeras empresariales se han ido quedando por las cunetas. ¿Y qué es pues lo que diferencia a unas de la otra? ¿Qué separa la defunción empresarial de la supervivencia en los plazos más largos?
Bajo esta pregunta está la clave de todo, y la mejor respuesta vendrá tras analizar el extraordinario caso de una empresa japonesa que ha sobrevivido en el mercado durante más de mil años. Sí, llega a haber alguna empresa que lo consigue, y de hecho tiene una receta de su éxito muy muy clara, además de radicalmente diferente a la de aquellas a las que ha sobrevivido durante siglos. La ciencia económica (perdón por los lectores a los que no les gusta esta denominación) ha avanzado lo indecible en el último siglo, pero resulta paradójico cómo una empresa trasgrede buena parte de las teorías económico-empresariales tan recientes. Y además lo hace demostrando que había un “antes” empresarial incluso antes de todos estos avances económicos modernos, y que de hecho tiene una receta del éxito empresarial que ha demostrado ser un éxito mucho más duradero que otros efímeros éxitos empresariales del capitalismo, que todavía no le han superado ni de lejos ni en tiempo, ni tampoco en su tasa de supervivencia generacional consecutiva.
Y paradójicamente, la receta de ese incuestionable éxito milenario tiene entre sus ingredientes una mágica proporción de buen producto, gestión prudente, relevo generacional con nuevas generaciones que no se crían en la abundancia y en el que les venga todo dado, esfuerzo, sacrificio y… hasta aquí nada distinto a lo que podíamos esperar de cualquier libro de un gurú del tres al cuarto. Pero lo realmente trasgresor de esa receta del éxito es que, paradójicamente en una economía en la que la innovación lo es (casi) todo, los dos ingredientes fundamentales de esta receta japonesa son la tradición más milenaria, y el no caer en la ambición imprudente y desmedida.
La receta del éxito milenario estaba mucho más a nuestro alcance, al menos más de lo que pensaban muchos con más ambición que medida
Empezando con la parte de la tradición más milenaria, esta elogiable empresa japonesa lleva más de mil años produciendo el mismo producto, los “mochis”, según relata este encantador artículo del New York Times. Y lo ha venido haciendo desde unas modestas instalaciones en la imperial y tradicional ciudad japonesa de Kyoto, donde además de decenas de templos de belleza sin parangón, hay “mochis” todavía más antiguos. El “mochi” es un fantástico dulce de arroz similar a lo que sería una golosina occidental, pero infinitamente más sano, de textura algo más gomosa, menos consistente, y de un sabor ligeramente dulce y bastante agradable. Los hay de múltiples tamaños, sabores, formas y colores. El buen hacer culinario y empresarial de la familia Hasegawa fue el necesario punto de partida, a la vez que camino recorrido para su negocio a pie de calle, llamado Ichiwa. Pero la tradición japonesa más milenaria, un clásico en ese país del sol naciente tan amante de su cultura y de su tradición, ha hecho el resto, y los famosos dulces de arroz llevan siendo parte de la cesta de la compra y de las preferencias del japonés medio también desde hace más de un milenio. Haber encontrado la receta perfecta para este tradicional dulce ha sido sin duda uno de los grandes aciertos de esta empresa familiar, pero igualmente lo es haber sido capaz de ir adaptando ligeramente su producto a los tenues cambios en las preferencias de sus compradores que, obviamente, en mil años haberlos los habrá habido.
Pero la parte más interesante de esta receta del éxito está en el segundo ingrediente que les decía: “no caer en la ambición imprudente y desmedida”. Y aquí ya hay que dar un sonoro aplauso a esta familia japonesa milenaria, que lejos de querer hacerse millonarios haciendo “mochis”, han optado por la vía de la estabilidad a largo plazo, y por conformarse con ser moderadamente acomodados sin caer en riesgos que pudiesen amenazar su supervivencia en el horizonte más lejano. En el sistema capitalista, hay que decir que realmente hay de todo, y que algunas de sus grandes ventajas son su flexibilidad, su libertad de empresa, sus mercados abiertos, la libre competencia, etc. Independientemente de que a veces estos valores idealistas se contaminen, e incluso de que en ocasiones sean las propias empresas las que traten de corromperlos en beneficio propio, llegando a ejercer a veces una posición cada vez más dominante y que asfixia a la competencia, atengámonos aquí a la teoría. Así, lo cierto es que en la lógica capitalista la expansión empresarial, el crecimiento sin límites, la conquista total del mercado, etc. son máximas que están en la mesilla de noche de casi cualquier gran empresario.
Pero ningún crecimiento está exento de sus riesgos, ni mucho menos (como tampoco lo está la ausencia total de la más mínima ambición ni afán de progresar). La expansión empresarial acaba cruzándose en muchos caminos con las prisas por expandirse cuanto antes mejor, y eso ya son dos muy malos compañeros de viaje cuando van juntos. De este modo, ante la ansiedad por crecer y ver hechos realidad los sueños y las ambiciones lo antes posible, muchas empresas requieren de financiación. Y no es que la financiación sea mala per sé: todo lo contrario, menos mal que está ahí. El problema es el uso que luego suele hacerse de esa capacidad de financiación, y que muchos empresarios caigan en tomar prestado mucho más de lo que debieran, y luego un revés económico les acabe poniendo contra las cuerdas o incluso noqueándoles sin poder levantarse ya nunca más. Efectivamente, endeudarse es un acto arriesgado, especialmente porque uno toma prestado muchas veces en el largo plazo, y contando con unas condiciones del presente que pueden acabar cambiando radicalmente en tan sólo unos pocos años. Y ya no es sólo por los tipos de interés (que también), sino por muchos otros factores de los que depende una expansión empresarial exitosa, que muchas veces muchos empresarios entusiasmados con su proyección a futuro creen que sólo va a ser un camino de rosas. La realidad es que todo futuro económico-empresarial realmente es un auténtico berenjenal en el que, en el mejor de los casos, hay que ir sorteando berenjena tras berenjena, pudiendo meter la pata para siempre en cualquier momento.
Así, cuando los tipos suben, o cuando la expansión no acaba arañando la cuota de mercado que había planificado para repagar las deudas, o cuando un nuevo producto no encaja en el mercado, o cuando una nueva generación dilapida el patrimonio empresario-familiar, o cuando hay un revés legislativo, o cuando sobreviene una guerra, o cuando llega el mismo funesto Coronavirus que tantas empresas se está llevando por delante (y más que lo harán), o cuando tantas cosas que pueden ocurrir… Todo ese montante de alegre deuda tomada con el símbolo del dólar en los ojos puede acabar tornándose en una pesada losa, cuyo peso insoportable acabe hundiendo en la miseria a la empresa, a sus trabajadores, a la familia, a los prestatarios, y muchas veces hasta a los propios prestadores si no obtienen su dinero de vuelta incluso aunque sea sin rentabilidad. El juego de la expansión más ambiciosa es muchas veces un juego en el que todos pierden, y donde el dinero se acaba dilapidando en sufragar una expansión que no llega a buen término, arrastrando con él a toda la cadena de financiación, y en el caso de jugadores sistémicos puede que incluso a buena parte del sector o incluso del país. Y éste es ni más ni menos el porqué de que muchas empresas acaben en la cuneta, y rara vez superen más de unas pocas décadas de esperanza de vida empresarial. La famosa empresa japonesa de los Hasegawa ha venido haciendo todo lo contrario durante siglos, y como mejor demostración ha acabado siendo milenaria.
Sí, no se han hecho dueños de un emporio de “mochis” que les haya hecho millonarios, pero es que ése tampoco era ni mucho menos su objetivo. A menudo aquellos que sólo buscan un enriquecimiento rápido y a toda costa (que no son ni mucho menos todos los empresarios), no son capaces de concebir que haya gente, y en especial otros empresarios como la familia Hasegawa, que no comulgan con esas prebendas. Hay otro mundo empresarial posible, y al menos tal vez no supere en cifras a los grandes conglomerados empresariales que otros crean acaudalando grandes fortunas, pero como mucho “una o ninguna” familia potentada puede decir que su fortuna haya sobrevivido siglos y milenios. Casi ninguna puede evitar caer en algún momento en manos de algún nuevo “pieza” en la familia al que todo le ha venido dado, que no valora lo que ha recibido ni el esfuerzo de sus abuelos, y que opta por dilapidarlo todo. Así es como acaban la mayoría de las grandes fortunas, muchas veces incluso aunque las empresas que las originaron sobrevivan como tales algo más. El caso de esta empresa japonesa es encomiable especialmente porque a su producto, a su visión empresarial, y a su cautela y moderación, se ha añadido una correcta educación empresarial transmitida con éxito (y seguro que con mucha dedicación) de generación en generación. Sí señores, un empresario milenario así no nace: se hace, y aunque a veces se haga a sí mismo, mayormente es producto de lo que hayan hecho de él, como fruto de la educación transmitida con esmero por sus padres y abuelos. Es tradición en todos los sentidos, una receta del éxito más perenne.
¿Una simple familia con suerte? Pues va a ser que no es ésa la razón en el vanguardista país del sol naciente…
Como ya les he introducido antes, Japón es un país lleno de contrastes extremos, y en el que cohabitan de forma natural y sorprendente el modernismo más puntero del barrio tokiota de Ginza o del ya ultra-moderno Akihabara, con los barrios más tradicionales de ciudades como Kyoto, anclados a un pasado inmutado desde hace milenios y donde se pasean Geishas y Maikos. Es una mezcla nacional absolutamente fascinante, y que no sólo lo es desde un punto de vista cultural: socioeconómicamente es un caso digno de estudio. Porque la cultura japonesa es experta y amante a partes iguales de mezclar sus tradiciones con la modernidad más disruptiva, sin que ninguno de los dos antagonismos pierda su verdadera esencia. Y es que no es sólo que Japón consiga con éxito una buena mezcla de ambos ingredientes diametralmente opuestos (pero no incompatibles), sino que además la cultura japonesa ha hecho de ello toda una filosofía de vida y… también socioeconómica.
Y es que la milenaria empresa de “mochis” de los Hasegawa no es ni mucho menos un caso aislado, y aunque obviamente es un caso único por su récord (casi) absoluto de supervivencia, en general en ese Japón hibridado entre la tradición y la modernidad la tasa de supervivencia de sus empresas es sensiblemente superior (y por bastante) respecto a los demás países del globo. De hecho, los datos lo evidencian y, como apuntaba antes el New York Times, en Japón hay más de 33.000 empresas con más de 100 años de vida, lo cual supone un 40% del total mundial. Más de 3.100 han superado los 200 años, unas 140 llevan desarrollando su actividad y generando empleo durante más de 500 años, y al menos 19 afirman haber estado operativas desde hace más de 1.000 años. Casi nada. El sol naciente no sólo lo es por dónde empieza el uso horario sobre la superficie terrestre, sino que lo es también porque en aquel país la luz de las nuevas empresas que nacen duran brillando en la economía muchísimos más años que las de los muchas veces tan autosuficientes occidentales. Va a ser que en esto tenemos que aprender de los disruptivos japoneses, de cómo fomentan, respetan, y cuidan sus tradiciones, y en especial de lo que es la tradición empresarial, bajo la que subyacen unos valores que otros ya querríamos para (al menos parte de) nuestro tejido socioeconómico.
Porque si ya pasamos del plano más capitalistamente internacional, y centramos la odiosa (que no odiada) comparación con un caso singular como es España, lo cierto es que las diferencias claman al cielo, y también claman al infierno empresarial en el que este país se ha convertido en muchos aspectos, para padecimiento socioeconómico de sus ciudadanos. Y no crean que desde aquí cargamos únicamente contra unos empresarios a los que en demasiados casos no les vemos una visión de largo plazo y una política empresarial comedida y de cautela. Parte del problema está obviamente también instalado en las administraciones locales, autonómicas y nacionales, que muchas veces ven a las empresas como “amiguetes” para llevar a cabo conjuntamente las políticas más extractivas del mercado, o directamente incluso las satanizan y legislan reiteradamente en su contra, para acabar destruyendo tejido socioeconómico a espuertas y dilapidando empleos. Y por último, la crítica final y verdadera de casos como el español va también por sus condicionantes socioeconómicos en el sentido más “socio”.
Y es que no se puede olvidar que tanto políticos como empresarios (y también trabajadores y sindicalistas) nacen todos de la misma sociedad, una sociedad española que vive instalada en el cortoplacismo más aberrante, idolatando más a jugadores de fútbol que se hacen millonarios de la noche a la mañana por chutar un balón, que en a científicos que inventan una nueva vacuna tras años de esfuerzo. Esa España en la que son muchos los que aspiran a hacerse ricos lo más rápidamente posible, cuanto más ricos mejor, y sin apenas esfuerzo. Como verán, son pecados capitales que conllevan en España la pena de la auto-decapitación socioeconómica más brutal a todos los niveles, en un país en el que ya de por sí se menosprecia en muchos casos la tradición por el mero hecho de serlo, y donde se confunde lo antiguo con lo viejo. Igualito que los casos de las numerosas familias japonesas como los Hasegawa y sus “mochis”. La receta japonesa, además de resultar mucho más equilibrada sin renunciar a ninguno de sus dos ingredientes (modernidad aunada con tradición), ha demostrado fehacientemente ser un modelo mucho más de éxito que el español medido por la tasa de supervivencia empresarial. A su tejido empresarial y a su riqueza nacional me remito (agujero cada vez más negro de la burbuja japonesa aparte, que ambición desmedida la puede llegar a haber en todos sitios).
Seguramente, ahora en España muchos lean sobre esas empresas japonesas milenarias y se rasguen las vestiduras, con una mezcla de envidia y de intentar culpar a quienquiera que se les pase por la mente, especialmente a los políticos: no sin su buena parte de razón, pero sin mirarse para nada a sí mismos. Realmente las insalvables diferencias en este sentido entre el modelo empresarial y socioeconómico japonés y el español tienen mucho que ver con profundas y arraigadas diferencias sociales y culturales (por llamarlo de alguna manera en el caso español). Porque en Japón, y especialmente en la imperial Kyoto, la tradición vende, vende mucho. Mientras tanto, en España muchas veces la tradición es directamente despreciada, e incluso se confunde sistemáticamente lo valiosamente antiguo y tradicional con lo ramplonamente tachado de «viejuno» a secas. Y no hay color, especialmente cuando de lo más viejo (de verdad) en la tradición socioeconómica y política española son las involuciones disfrazadas de la modernidad más cateta (que obviamente no lo es ni mucho menos toda modernidad). A ver si los “viejunos” vamos a ser nosotros, sin saber ver que la modernidad mal entendida produce simples catetos auto-suficientes, que además ni siquiera son conscientes de su triste condición. La que a veces nos venden como modernidad sin serlo, puede llegar a ser muy muy rancia, pero nos la disfrazan para hacernos creer que vamos hacia adelante, cuando demasiadas veces nos llevan para atrás. La tradición milenaria japonesa produce empresas milenarias y empleos milenarios, sin tener por ello que renunciar ni a un ápice de la modernidad en el conjunto nacional. Y así nos va a nosotros como contra-ejemplo social, cultural, y socioeconómico.