En el management, buenas y malas artes
Del management se ha venido diciendo que es una ciencia y hasta un arte; y hay quien subraya lo del arte. Los argumentos desplegados utilizan a veces un lenguaje bastante académico, pero lo cierto es que la mera aplicación de las técnicas o modelos disponibles no asegura la prosperidad las organizaciones. Cada situación es única y cuenta con muchas variables; además, las recetas científicas ofrecidas son generales y diversas. Ciertamente diversas, porque se diría que cada (supuesto) experto aporta las suyas.
Desde hace al menos cien años, venimos separando los lados humano y científico de la gestión empresarial, pero todo se hace más complejo cada día; la separación se hace más discutible y diríase que, en todo caso, habría arte y ciencia en ambos lados. Hay quienes, aferrados al tradicional concepto de recursos humanos y cautivados por la idea de liderazgo, ven esta arte como exclusiva de los directivos; sin embargo, cuando se maneja con autenticidad el concepto de capital humano cabe percibir igualmente arte en la actuación de trabajadores séniores y acaso júniores, sea manual o mental su trabajo.
En verdad, si enfocamos el management como campo doctrinal de referencia en la actuación de los directivos, hay que decir que se trata de un campo algo revuelto; dicho de otro modo, en los libros se leen unas cosas y también casi las contrarias, además de algunas otras formulaciones que en ocasiones parecen delirios. Un campo, este, ciertamente desordenado, en que aterrizan numerosos expertos con herramientas o propuestas que se presentan como muy oportunas o providenciales. A menudo surgen también algunos que parecen traer, más que ciencia, anticiencia e incluso acuden a la boutade (“la excelencia conduce a la incompetencia”, por ejemplo) para llamar más la atención.
En la literatura disponible aparecen, sí, ideas que se muestran sensiblemente opuestas a otras. Hay por ejemplo autores que hablan de “sencillez” en una gestión de personas basada en el empowerment y el autocontrol, y otros que subrayan lo “complicado” de gestionar personas (de “lidiar con humanos”, se llega a decir) porque tienen “edad, sexo y carácter”. Como ya recordábamos y si el lector asiente, todo depende de la unicidad del caso, por muy universales que se nos muestren las propuestas; pero podemos en verdad topar con ideas tales como que gestionar personas consiste, básicamente, en gestionar incompetentes y, a la vez y en otros libros, leer que se habría de aprovechar mejor el valioso capital humano que portan-aportan las personas.
Incluso no faltan quienes desautorizan a Peter Drucker con argumentos falaces o directamente falsos, para imponer sus propios modelos de gestión; de modo que, al hablar de ciencia, hemos de andarnos con cuidado. Recuerdo un libro (editado en España) sobre un ambicioso modelo de gestión, en que los autores atribuían a Edward Cadbury la idea de que la dirección por objetivos (DpO) “reduce al obrero a una herramienta viviente, con esquemas de bonos diferenciales para inducirle a emplear hasta la última onza de energía”. Seguidamente, rechazaban por tanto la DpO y seguían defendiendo su modelo; sin embargo y como se recordará, Cadbury dijo tal cosa refiriéndose a efectos del taylorismo y lo hizo en torno a 1914, cuarenta años antes de que se hablara científicamente de Dirección por Objetivos.
Ya Peter Drucker veía el management como cierta arte, porque la parte de ciencia habría de adaptarse siempre hábilmente a las circunstancias y los tiempos; pero asimismo podríamos recordar, en este sentido y por ejemplo, a Henry Mintzberg, cuya obra The nature of managerial work sigue constituyendo una referencia en este debate.
Hablemos entonces del arte, o las artes, del management, ámbito de reflexión en que por cierto encajarían bien términos como el talento y el liderazgo, aunque es cierto que a menudo parecen haberse convertido estos conceptos en instrumento de adulación. Se llegan a formular definiciones muy particulares. Se dice, por ejemplo, que el directivo-líder (un héroe, tal como a veces se le pinta) es aquel que consigue que la gente quiera hacer lo que tiene que hacer. Esto, según se lea, puede sonar a liderazgo manipulador o capitalizador. Desde luego —y uno diría que felizmente—, hay autores que dibujan al líder como catalizador de la mejor expresión profesional de sus colaboradores.
Parece haber arte en la catálisis apuntada y no tanta en la capitalización de resultados, aunque también haya maestros artistas en esto último, como en la manipulación —Juan Luis Arsuaga venía a decir que el papel del líder en las empresas es manipular—, que acaso no debe entenderse siempre perversa. Pero no pensemos aquí en las malas artes, sino en las buenas; en las alineadas con la profesionalidad, la excelencia, la responsabilidad social (bien entendida)… Tengamos por directivos y trabajadores artistas a quienes, más allá de saber bien que el fin no justifica malas prácticas y de alejarse de la corrupción, se esmeran en los medios legítimos tras los resultados.
Cabría, sí, destacar la necesidad de una cierta sensibilidad artística para llegar a las mejores decisiones y los mejores resultados. Consiste, básicamente, en amor a las cosas bien realizadas; realizadas, en la medida de lo posible, con esmero, creatividad y profesionalidad, sin dejar borrones en el proceso; realizadas, aun sabiendo que todo es perfectible, con la perfección como referencia. Este afán profesional de superación, de excelencia, se estaría echando de menos en más de una organización, acaso alejada tanto del arte como de la ciencia.
La toma de decisiones se produce en complejos escenarios de muchas variables, conscientes los responsables de que carecen de parte de la información precisa, como de las fórmulas específicas en que colocar los datos. Aquí cabría aludir a la intuición, rasgo artístico que caracterizó, por ejemplo, a Masaru Ibuka que, con Akio Morita (ambos fundadores de Totsuko, luego Sony), impulsó la llamada miniaturización japonesa mediado el siglo XX, un salto cuántico decisivo en el progreso de la tecnología. Hoy son ya muchos los directivos y empresarios de ambos sexos que admiten confiar en la intuición, aunque acaso no siempre se trate de su versión genuina.
Se trata de hacer las cosas en las organizaciones con autoexigencia artística, de modo que puedan ser autotélicamente saboreadas tanto por quien las hace, como por el destinatario u observador. Viene a tratarse de una excelencia funcional con impacto emocional. No cabe olvidar que todo se puede mejorar, pero desde luego se ha de distinguir de modo rotundo entre lo bien hecho a conciencia, y lo realizado (para cumplir) con frialdad y acaso mediocridad.
Aquí el arte más artístico implica una dosis de autotelia, es decir, trabajar concentrados en la tarea como si constituyera un fin en sí misma. En la empresa hemos de esmerarnos en efecto en la tarea, aunque sin perder de vista los resultados perseguidos como me apuntaba una prestigiosa colega, Maitena Servajean, presidenta en Art In Company Lab.
Ciertamente, al hablar de resultados, habríamos de distinguir entre empresas —las más exotélicas— que persiguen sobre todo resultados económicos, y empresas —las más autotélicas— que se sienten realmente orgullosas de sus productos y persiguen de modo bien sensible la satisfacción de sus clientes. Es el caso de muchas bodegas en que se saborea el caldo y se saborea el logro (aunque también conozcamos bodegueros muy pendientes del ebitda).
La complacencia, sin embargo, sería un exceso a evitar. La complacencia consume atención, como la consume por ejemplo el ego de los directivos; pero acaso lo peor de ella es que reduce la intensidad de superación permanente, de la autoexigencia, del arte en definitiva. Pero veamos cuáles serían, por ir concretando, las principales artes del directivo. Se diría que (enfocando especialmente la economía del saber y el innovar, y también en sintonía con el cargo ocupado) se precisa con frecuencia buena dosis de arte para, entre otras cosas:
- Autogestionarse con efectividad y profesionalidad.
- Detectar y aprovechar oportunidades.
- Generar los mejores resultados con el mínimo esfuerzo.
- Resultar confiable, más allá de saber parecerlo.
- Solucionar problemas, sin generar otros.
- Catalizar el alto rendimiento de los equipos.
- Comunicarse debidamente, con efectividad, también por escrito.
- Percibir las realidades con objetividad y profundidad.
- Prever, prevenir, ver más allá, anticipar, intuir.
- Contribuir activamente a la inexcusable innovación.
Como es sabido, autogestionarse (al principio de la lista) es algo más que repartir con efectividad el tiempo y el esfuerzo tras los fines perseguidos… No, no todas las personas son maestras en el control de la atención, en la superación de adversidades o en el autoconocimiento. No, no todas las personas llegan al punto del dominio personal (personal mastery) que describía Peter Senge como disciplina cardinal.
Recorreríamos la lista, pero el lector no lo necesita. Digamos solo que la comunicación falla en muchas organizaciones, acaso más por calidad que por cantidad. Y no es tanto cuestión de ciencia como de arte. Desde luego, conversar de modo efectivo-generativo es todo un arte, y se echa de menos a veces en las reuniones de los directivos, cuando se incurre en rutinas defensivas, inferencias atrevidas, planteamientos fragmentarios, perjuicio o ninguneo de terceros, batallas tras la victoria dialéctica, etc.
Y bueno, para acabar, cabría subrayar la importancia de no percibir las realidades de manera parcial (por incompleta y por interesada). Por lo cardinal que resulta, situaríamos la objetividad en la zona artística, como situaríamos en el arte la capacidad de ver a lo lejos en la distancia y el tiempo, y asimismo de ver… a lo ancho. Lo dejo ya, que el lector desplegará sus propias reflexiones si así le pluguiere.