Cien años de Management
Los asalariados de cierta edad hemos conocido ya distintos estilos y sistemas de gestión, y también distintas consignas: calidad total, trabajo en equipo, gestión del conocimiento… Muchos de nosotros hemos incluso vivido épocas en que las iniciativas de los subordinados no eran bien recibidas por sus jefes; entonces no había grandes dificultades para cambiar de trabajo, y algunos jóvenes huían de unas empresas en busca de otras más abiertas a su participación y desarrollo. La gestión empresarial ha evolucionado ciertamente mucho en las últimas décadas, y mucho más si nos remontamos al comienzo del siglo XX. Detrás del ahora tan postulado aprendizaje permanente -individual y colectivo- está el avance tecnológico y los nuevos métodos y herramientas, pero sobre todo el creciente peso específico de las personas en las organizaciones. Ya en el siglo XXI, los cambios parecen apuntar a un modelo de organización que se nutre de la inteligente y comprometida contribución de sus personas, y se orienta a una democratización integradora.
El premodernismo
En realidad, en la gestión empresarial, los directivos de hoy aplican -por vigentes- ideas casi tan viejas como el propio ser humano. Pero al mismo tiempo, están muy atentos a los nuevos postulados y, desde luego, a la cultura y estilo de dirección de sus organizaciones. Hace 100 años las cosas eran muy sensiblemente diferentes: eran los albores del modernismo: una especie de premodernismo de la gestión empresarial. Como es sabido, al comienzo de este siglo, la actuación de los operarios y el tiempo dedicado a cada tarea eran objeto de estudio por importantes analistas de la producción como Frederick W. Taylor o Frank Gilbreth. No se dejaba entonces espacio a la iniciativa e imaginación de los trabajadores, pero sin duda se abría una gran puerta a la mejora de la productividad: era la gestión científica. Algo a lo que también contribuyó Henri Fayol -quizá el primer guru europeo- poco después, abriendo nuevos horizontes con sus 14 principios (división del trabajo, unidad de mando, disciplina, remuneración, etc.).
El lado humano de la gestión
No podía pasar mucho tiempo sin que -ya en los años 30 y tras el famoso experimento de Hawthorne sobre la incidencia de factores ambientales en la productividad- surgieran nuevas voces, como las de Elton Mayo, Mary Parker Follett, y Chester Barnard, que apuntaran al lado humano de la gestión. Si, por un lado, la gestión científica evolucionaba con viento a favor hasta los postulados más recientes -reingeniería incluida-, la gestión de las personas, en cambio, daba pequeños pasos, haciéndose cada vez mayor la distancia entre lo que predicaban los expertos y lo que de verdad se practicaba en las empresas. Es relativamente reciente el reconocimiento práctico de que las empresas tienen en el capital intelectual y emocional de sus personas su activo más valioso; pero hemos de reconocer que en el pasado -y quizá todavía en el presente, en buena medida- se ha desaprovechado demasiada inteligencia sumergida de los trabajadores, para frustración de éstos y en perjuicio de los resultados empresariales.
La segunda mitad del siglo
Recordará también el lector que en la década de los 50, pensadores como McGregor, Maslow y Herzberg, insistieron en el potencial disponible en los trabajadores y aportaron valiosas ideas en torno al tema de la motivación. Por entonces -año 1954-, Peter Drucker publicaba The practice of management, un clásico de esta literatura. En este texto, Drucker -guru de gurus: auténtico profeta de la gestión empresarial- propugnaba, por ejemplo, la importancia del marketing y la innovación y, entre otras muchas buenas ideas, venía a formular los antecedentes de la Dirección por Objetivos.
En 1960 aparecía otro gran texto: The human side of enterprise, de Douglas McGregor. El autor formula aquí sus conocidas teorías X e Y -alineada la primera con el taylorismo, y bastante revolucionaria la segunda-, relativas al comportamiento de los trabajadores. Como se sabe, la Teoría Y sostenía una imagen de trabajador capaz, responsable y comprometido, que hoy resulta natural, pero que entonces suscitó no pocas controversias: quizá pueda considerarse el origen de muchos de los cambios que vivimos en la actualidad. (En realidad, en los años 60 y 70 ya se apuntaron en alguna medida varias de las ideas que hoy están de plena actualidad: por ejemplo, la gestión del conocimiento, la orientación al cliente, el liderazgo, la gestión por competencias y la organización inteligente). Antes de que llegaran los años 80, pensadores como los ya citados y otros muchos -entre ellos Likert, Levitt, Kotler, Allen, Mintzberg, Burns, Schon, Argyris y McClelland, pero bastantes otros más- habían ya contribuido de forma incuestionable a la evolución del management, y lo siguieron haciendo después.
En los años 80 se comenzó a predicar muy insistentemente la calidad: ya lo habían estado haciendo Deming y Juran en Japón, en los años 50, con magníficos resultados. La gestión occidental comenzaba a prestar más atención al modelo japonés, y esto quedó patente en algunos interesantes libros como el de Pascale y Athos (The art of japanese management, 1981) o el de Ouchi (Theory Z, 1981). Pero quizá lo que más recordamos de entonces es la aparición en 1982 de In search of excellence, de Peters y Waterman: esta obra contribuyó muy sensiblemente a la difusión de este tipo de literatura, y, sobre todo, contribuyó a sensibilizarnos sobre aspectos de la gestión cuya importancia se nos estaba quizá escapando: la atención a los clientes y al personal. Puede que sea efectivamente sensibilidad lo que le ha estado faltando a la gestión: sensibilidad tanto hacia las expectativas de los clientes, como hacia las inquietudes de los trabajadores y hacia sus capacidades y rasgos personales. De hecho, es en los últimos años cuando se empieza a aludir abiertamente a la energía emocional, los sentimientos y los valores personales, dentro de las organizaciones. Podría pensarse que el movimiento coincide con la explosión de la denominada inteligencia emocional, pero también parece tener sólidos antecedentes en los postulados de décadas anteriores.
La calidad, el liderazgo, la innovación, el espíritu de equipo o incluso el empowerment, no suponen en realidad novedades de los años 80, pero es en esta década cuando se profundiza en estos postulados y se empieza a hablar de todo ello con cierta intensidad: hoy constituyen todavía auténticos buzzwords, cuando se habla de los cambios culturales en las empresas. Existía ya en aquellos años una considerable receptividad a las ideas que sostenían Drucker, Peters, Bennis, Belbin, Hersey, Blanchard, Rosabeth Moss Kanter, Schein, Porter, Handy y otros expertos, aunque también había lógicamente escepticismos y puntos de vista distintos.
Peter Senge insistió al comienzo de los 90 en el concepto de learning organization en su importante obra The fifth discipline: un texto que postula muy convincentemente la necesidad del pensamiento sistémico y el aprendizaje colectivo dentro de las organizaciones, y del que puede decirse que ha alimentado en gran medida el debate en beneficio de la evolución del management. Poco después, Champy y Hammer nos hablaban de la reingeniería: algo que también ha dado mucho que hablar. Pero quizá uno de los temas más abordados por los expertos en los años 90 es el de la estrategia. Casi 20 años después de que Ohmae alertara sobre la necesidad de poner en marcha una nueva forma de pensamiento estratégico, otros autores han vuelto a la carga en los últimos años. Por ejemplo, Hamel y Prahalad en su libro Competing for the future (1994); también Mintzberg ha seguido escribiendo sobre el tema. Y otros autores: por ejemplo Norton y Kaplan en su The Balanced Scorecard: Translating strategy into action.
Han sido muchos expertos los que han contribuido a enriquecer la ciencia -o arte- de obtener los mejores resultados de las personas en sus organizaciones. Quizá se haya dado algún paso hacia atrás, pero muchos adelante, en la evolución del management. En las últimas décadas se han elevado muchas voces para orientar a los ejecutivos y directivos en su muy difícil tarea: son mensajes que apuntan muy directamente a los puntos débiles que todavía se detectan en el ejercicio del management.
Panorama finisecular
A punto de concluir el siglo XX, se venía reconociendo que la Alta Dirección definía la estrategia, pero no siempre la explicaba bien a los trabajadores; que había una cierta obsesión por medir, pero quizá se desatendía lo que era más difícil de medir; que los planes de acción se incumplían con frecuencia; que los directivos se centraban principalmente en el corto plazo; que se predicaba la orientación al cliente, pero se practicaba más la orientación al presidente; que a menudo las buenas ideas se desvirtuaban en la aplicación; que quizá faltaba autocrítica; que tal vez sobraba complacencia; que se reprimía la crítica -incluso la constructiva- de los empleados; que nos ocupábamos casi más de las explicaciones a dar que de los resultados a obtener; que se abusaba de las reuniones; que nos desenvolvíamos bajo demasiada presión; que se atiendía sobre todo al marcador (indicadores financieros) y en menor medida al terreno de juego… Había decididamente materia para seguir escribiendo libros.
Y no deberíamos olvidarnos, por cierto, de los comportamientos viciados denunciados por Scott Adams en The Dilbert Principle. Pero no queremos dar a entender que las claves están en los libros, como muy bien sabemos. Los libros nos hablan de lo que pasa, de lo que probablemente va a pasar, o de lo que convendría hacer o evitar. Luego, cada empresa precisa una solución a medida. El management evoluciona para adaptarse a los tiempos y, quizá más concretamente, para sortear los nuevos obstáculos y dificultades que van apareciendo.
El management del siglo XXI
Si observamos algunos de los postulados más repetidos en la actualidad, podemos comprobar que constituyen una especie de reconducción de determinadas prácticas, que ya no daban los frutos deseados. La gestión por competencias se abre paso porque efectivamente había personas cuyos perfiles no encajaban del todo en los puestos que ocupaban. La gestión del conocimiento se impone porque, siendo cada vez más valioso (se acepta que estamos ya en la era del conocimiento), el conocimiento no fluye suficientemente por la organización. El feedback circular o multifuente se está empezando a practicar porque seguramente había opiniones de interés que estaban siendo ignoradas o preteridas. El espíritu de equipo parece un valor irrefutable, porque tradicionalmente cada uno iba un poco a lo suyo y, sobre todo en grandes organizaciones, se estaba imponiendo el pensamiento asistémico. El liderazgo es quizá uno de los postulados más incontestables, porque buena parte de los mandos de las décadas anteriores desatendía el desarrollo de sus colaboradores y el aprendizaje colectivo, y desaprovechaba el capital emocional disponible. El empowerment, porque viene a ser el complemento adecuado del liderazgo y, en cierto modo, viene a reconocer la mayoría de edad de los trabajadores, cuya integración en el proyecto de empresa resulta ya imprescindible. La atención a los valores (DpV, incluida) porque, por decirlo brevemente, una religión siempre ha sido muy útil. El Cuadro de Mando Integral, porque la gestión cotidiana se estaba desalineando con la estrategia. La innovación, porque la competitividad lo exige. La sensibilidad hacia las creencias y los modelos mentales, porque la sinergia lo exige. Las competencias conversacionales porque se ha de nutrir la inteligencia colectiva. La organización inteligente, en suma, porque hay que concretar ya el norte al que dirigir los cambios culturales en curso y eliminar la tradicional torpeza. Ahora podemos ver el cambio como el trayecto que parte de la organización tradicional y se aproxima al concepto de organización inteligente que ya nos sugería Peter Senge: la organización que no sólo hace bien las cosas, sino que sabe bien qué cosas hay que hacer.
Y al hablar del rumbo del cambio, habría que desear que los cambios fueran bien explicados por los directivos de las empresas, de modo que resultaran deseados y asumidos. Entendiendo las cosas y encontrándolas razonables, los trabajadores nos habríamos evitado no pocas perplejidades y desazones en el pasado. Hemos de confiar en una mejor formación, información y comunicación dentro de las empresas para que las nuevas generaciones trabajen, en el siglo XXI, con mayor eficacia, eficiencia y satisfacción. La información, el conocimiento, las estrategias y las ideas fluirán seguramente cada vez mejor dentro de las organizaciones, en beneficio de los resultados y para satisfacción de todos. Los directivos habrán de sacrificar una parte de su ego y los trabajadores habrán de mejorar su compromiso y contribución, porque -si no en su liturgia, sí en su espíritu-, algo de democracia deberá llegar al mundo empresarial.
buen material José, sugiero si me lo permites que lo remates con el enfoque de organizaciones para el futuro de fernando Flores, donde el desarrollo de competencias para formular peticiones y ofertas en une red de conversaciones, parece que va al meollo del asunto