Los líderes silenciosos, pacientes y observadores
Parece un contrasentido: ¿asociar el liderazgo a la quietud, la espera, la observación silenciosa de lo que acontece a nuestro alrededor? ¿Acaso el liderazgo no se compone principalmente de dinamismo, fuerza creadora, iniciativa constante, de mover con insistencia las mentes y las voluntades en pos de un logro?
Claro que sí. No obstante, el mundo actual, sobrecargado de estímulos y urgencias, nos está forzando a prestarle demasiada atención a la inmediatez. No acabamos de digerir lo que está sucediendo a nuestro alrededor y ya queremos entrar en acción e instar a otros a ponerse en movimiento para ponernos a la altura de las circunstancias. En un esquema reduccionista o tradicional de liderazgo, esta conducta, supuestamente, es la más efectiva. Los líderes se empeñan en demostrar que son líderes genuinos al salirle al paso a los desafíos, al proponer o mantener una posición o al hacer prevalecer un criterio sin detenerse a considerar que en algunos casos es prudente y necesario recogerse, desacelerar, enriquecer los propios puntos de vista, practicar la prolepsis (es decir, anticiparse a las objeciones) y velar para que las decisiones clave en las altas esferas de las organizaciones se conviertan en un trabajo de orfebrería.
El que piensa, pierde, el que calla, otorga, ¡acción, acción, un líder vive de y para la acción!, las cargas se componen sobre la marcha, el pasado ya pasó, el futuro es una promesa. Sólo importan el hoy y el ahora. Observemos que estas conceptualizaciones son características del liderazgo basado en el dinamismo, en la urgencia de hacer algo, en el prurito de demostrar que se tiene una gran capacidad de respuesta a toda clase de retos.
Lo arriesgado de este énfasis consiste en descuidar o minusvalorar el componente reflexivo del liderazgo. Cuando el liderazgo es plural, nada mejor que tratar de conservar el equilibrio de fuerzas entre el liderazgo dinámico y el observador/reflexivo. A todos nos gusta ser apreciados por nuestra determinación y por el valor de nuestras argumentaciones, pero ni siquiera un cúmulo de aciertos o un impecable historial de grandes logros nos eximen de cometer un gran error o de empujar a otros a cometerlo. El deseo ferviente de innovar, de recuperar el terreno perdido, de hacer que suceda algo o de obtener ciertos resultados puede convertirse en un bumerán. Valga recordar que en las competiciones atléticas existe no sólo la carrera de los cien metros planos; también tenemos la carrera de relevos, la de obstáculos, la marcha, la de semifondo, la de fondo, la media maratón y la maratón.
Un liderazgo observador/reflexivo y sanamente crítico, ejercido por quienes sabiamente eligen una posición de retaguardia, puede ahorrarles a las organizaciones muchos yerros y descalabros. Ahora, es importante aclarar que no se debe etiquetar una u otra posición como la de el bando de los Doctores Sí versus el bando de los Doctores No ni tampoco degradar la observación/reflexión a una perezosa o cómoda pasividad. De hecho, más que de bandos, deberíamos hablar de estrategias en las cuales los contendientes persigan altos objetivos comunes de forma tan versátil que incluso permitan a unos y otros pasar de la postura entusiasta/dinámica a la observadora/reflexiva dependiendo de los retos por asumir y de la complejidad de los mismos. Lo natural y esperable es que predomine la fuerza entusiasta/dinámica, pero eso no significa que la fuerza observadora/reflexiva y agreguémosle paciente deba ser reducida a su mínima expresión. A veces debe convertirse en la fuerza dominante.
Imagínese el lector los grandes progresos que haría una organización si aprendiera a incentivar y a desarrollar con éxito la concurrencia de estas dos fuerzas. Imprescindible, a mi modo de ver, una gestión como estas aplicada a la materia de Habilidades Negociadoras o a Equipos de Trabajo de Alto Rendimiento. Los unos impulsando y fortaleciendo las bondades y ventajas de un propósito o un proyecto y los otros consagrados al estudio concienzudo de ciertas debilidades aparentes o reales que pueden subestimarse por exceso de entusiasmo, de confianza, o por estilos de dirección que nunca fallan.
Jamás olvidaré la lección que me enseñó Raúl Senior, hijo de uno de los más prominentes dirigentes deportivos de Colombia en la segunda mitad del siglo pasado. A finales de la década de los setenta, Raúl era el rector de uno de los mejores colegios de mi ciudad y yo un inquieto estudiante de bachillerato que acudía con frecuencia a un club de actividades extraescolares.
Cuando acuden cierto número de personas a una reunión casi siempre pasa lo mismo, me decía él. Comienzan las discusiones y cuatro o cinco personas se disputan el privilegio de hacerse escuchar a como dé lugar Más de uno acierta en lo que dice, pero está tan concentrado en mostrarse convincente que deja de percibir lo alto, lo ancho y lo profundo de ciertos aspectos. Incluso deja de notar algunas sutilezas que no se pueden hacer a un lado
¿Qué hago yo en muchas reuniones? Observo, sonrío, escucho, tomo nota y no pronuncio ni una sola palabra. La gente me da un ingrediente tras otro y voy confeccionando mi plato fuerte para el momento más oportuno. ¿Y cuál es el momento más oportuno? Cuando todos, extrañados, comienzan a mirarme como queriendo oír mi opinión. Les preocupa que yo, como rector, no intente decir ni una sola palabra, como si ser un buen líder equivaliera a portar un libreto lleno de discursos y recetas infalibles debajo del brazo A veces los invito a seguir discutiendo y, al cabo de una hora, intervengo. Recojo esto, más esto, más lo otro y les ofrezco una apreciación consistente, sólida. ¡Pero claro, Raúl, por ahí es! ¡Y por qué no lo dijiste antes!
Porque aporta tanto o más el que escucha bien como el que habla bien. Y me he tomado la libertad de interpretar, de convertir todo lo que han dicho en algo más que la suma de sus opiniones. Trabajo de orfebres, estimado Raúl.