¿Se puede suspender, Sr. Decano?
Aunque mi trabajo no es el de profesor universitario, sino el de consultor corporativo, estoy muy ligado al mundo académico y tengo la suerte de impartir clases en dos centros de formación superior españoles, de forma habitual, y otros dos centros extranjeros, de manera esporádica. Digo que es una suerte porque considero que la docencia es una actividad apasionante, trascendente, creativa y además divertida, al menos para mí. Me permite estar en contacto con los jóvenes de hoy, que están a punto de incorporarse al mundo laboral (en programas de pregrado) o ya lo han hecho (en programas de Máster), vivir la universidad, dirigir un grupo de investigación formativa muy competente y aprender cada día.
En términos universitarios, soy doctor profesor asociado (en España) o profesor visitante (en el extranjero) y ello posibilita estar en contacto muy frecuente con catedráticos y docentes a tiempo completo, participar en proyectos conjuntos pero seguir dedicándome a mi empresa. También implica conocer la labor cotidiana de los académicos y compartir con ellos mesa y mantel, algunas veces. En mi modesta opinión, la mayoría son personas muy interesantes, conversadores inteligentes, gente honesta y trabajadora.
Entre las cosas que me cuentan, hay una que llama mucho la atención y que, a veces, yo mismo también percibo: desde hace algunos años, una parte importante de la sociedad ve muy mal que se suspenda a algunos alumnos, aunque se lo merezcan. Es decir, planea en el ambiente externo una sensación de que el estudiante tiene derecho a aprobar, porque paga, y debe obtener su título, porque es un cliente de la entidad educativa.
Por ejemplo, en mi país muchos políticos relevantes defienden la posibilidad de que un alumno de enseñanza obligatoria pueda pasar de curso con cuatro (sí, sí, con cuatro) asignaturas suspendidas y de que los centros de enseñanza superior sean premiados si las calificaciones de los estudiantes son muy altas. Cuanto más altas las notas, mejor subvención para la entidad. En el límite, si todos los estudiantes sacan Matrícula de Honor (lo merezcan o no), deberíamos ovacionar al centro y llenarle de dinero.
Alguno de mis colegas universitarios me explica que, a veces, ha tenido la tentación de preguntar a su jefe: ¿Sr. Decano, realmente se puede suspender a los que no saben?. Afortunadamente, las universidades donde yo imparto clases son sitios muy serios y la respuesta sería siempre la misma: No sólo se puede, Sr. Profesor, por supuesto que se les debe suspender, si no estudian ni se esfuerzan.
¿No le parece al lector que esta cierta presión político-social (de algunos sectores) por aprobar a todos, es un disparate tremendo? ¿Ocurre en otras latitudes o sólo nos sucede en España? Esta forma de proceder, ¿va a provocar lucha y sacrificio en los nuevos alumnos o va a crear generaciones de ignorantes, vagos, acomodados y malcriados? ¿Tendrán la culpa los chicos que se pasen la vida de copas o de juerga, si van a obtener su título igualmente, o tendremos la culpa sus mayores? En mi opinión, la mayor responsabilidad por la aparición de jóvenes consentidos y poco preparados la tienen, siempre, los mimadores: si no se les educa en el esfuerzo y se les regala todo… ¿por qué van a pelear? Es más cómodo no hacerlo y dedicarse a la dolce vita, evidentemente.
Tengo la suerte de dar clase a alumnos prudentes y, en general, bastante estudiosos. La mayoría superan mis asignaturas en primera convocatoria. Cuando alguno no es aplicado, le suspendo como me suspendían a mi (y a todos los de mi generación y anteriores), si no me preparaba adecuadamente. Como imparto alguna asignatura obligatoria, los estudiantes matriculados en ella necesitan aprobar para terminar la carrera y les explico que no lo conseguirán, si no trabajan. Y me quedo con la conciencia muy tranquila: me niego a ser cómplice de la creciente tendencia a aportar zoquetes al mercado laboral y veo que mis colegas próximos también se niegan. Pero hay mucha gente que no les entiende y, entonces, soy yo el que no entiendo a esa gente.
Tumbar a alguien que lo merece no es agradable pero supone hacerle un favor y realizar un ejercicio de responsabilidad social. Lo pienso sinceramente. La vida no mima a nadie: es dura y realista. Si los jóvenes de hoy no aprenden a tropezar y levantarse por sí mismos, sin demasiadas ayudas (sólo las necesarias), lo van a pasar muy mal, máxime con la crisis que sufrimos. Y si sus padres les consuelan a cada dificultad, les ponen el hombro para que lloren y echan la culpa de sus fracasos a los profesores, están idiotizándoles con gran rapidez. El mundo profesional no es complaciente con los blandos y los acomodados: prima la eficacia y la tenacidad ante los problemas. Por ello hay que formar a hombres y mujeres, no a niños.
No pretendo ser alarmista ni incendiario pero creo que, entre todos, estamos haciendo un flaco favor a las nuevas generaciones, a las que tienen que llevar este mundo adelante. Muchos de estos chicos sólo exigen sus derechos y no ven sus deberes: tienen derecho a aprobar porque sus padres pagan, tienen derecho a un sueldo porque consiguieron un título, tienen derecho a vacaciones y a puentes porque trabajan cinco días a la semana, tienen derechos y derechos… pero poquísimas obligaciones. Y los reclaman porque sus educadores les consienten todo y les dicen que son maravillosos, porque sus padres les consuelan al mínimo contratiempo y les sobreprotegen excesivamente.
Vamos a ver si podemos reflexionar y cambiar esta tendencia, entre todos, porque es muy peligrosa. ¿Han visto la película Pinocho? Si su protagonista mentía, le crecía la nariz. Si los niños jugaban todo el tiempo, se peleaban y no estudiaban, les crecían orejas de burro. Si persistían en esta actitud, acababan por transformarse totalmente en burros. Gran obra.
Aprendamos de Pinocho y queramos a nuestros chicos de verdad, con amor auténtico, enseñándoles a esforzarse y sacrificarse, dándoles algún que otro palo si no lo hacen, felicitándoles si lo logran. Eso es ayudarles y brindarles un verdadero futuro, no aprobarles porque sí ni cerrar los ojos cuando se equivocan. Ya nos lo explicaron Gepetto o Pepito Grillo: ambos crearon a un Pinocho de verdad, tratándole siempre con cariño pero también con firmeza.