La inteligencia gestual
\»Sea agradable hasta las 10 de la mañana y el resto del día se cuidará por sí solo\» – Elbert Hubbard.
Es toda una delicia sentarse a ver una entrevista de James Lipton con cualquiera de sus aclamadísimos actores invitados en el programa Desde el Actors Studio, del canal Film&Arts. Durante los últimos nueve meses, y sin proponérmelo, he tenido la fortuna de sintonizar tres veces las pequeñas, grandes y siempre cautivantes historias de uno de los monstruos de la pantalla grande, uno de mis talentos favoritos: Al Pacino.
Observar y escuchar con toda atención a un personaje de esta categoría no deja sino enseñanzas. A estas alturas, más o menos incluido en aquello que se conoce como la tercera edad (yo diría que en la gloriosa vejentud), Pacino deslumbra con su gracia, con su naturalidad y con su personalidad. El papel de haber vuelto a ser él mismo es, sin lugar a dudas, el que mejor le sienta (junto con el de El abogado del diablo) y, según sus propias palabras, ese formidable retorno a la sencillez ha sido uno de sus mayores logros.
Hablaba Pacino de la autoconciencia, una palabra técnica muy usada en sicología, en artes escénicas y en algunos procesos de capacitación empresarial. La autoconciencia, a la cual aludí brevemente en uno de mis artículos anteriores, no es otra cosa que el eco de lo que creemos que los demás perciben en nosotros, en nuestra manera de ser y de actuar. Queremos obtener apoyo, queremos seducir, queremos actuar convincentemente y, por tanto, elevamos nuestra sensibilidad sobre el parecer ajeno. Cuando nos sentimos observados, cuando somos el centro de la atención y los comentarios, es común que al mismo tiempo nos sintamos amenazados, juzgados o malinterpretados. En estas circunstancias se dice que estamos cargados de autoconciencia negativa, y ya podrán imaginar los gerentes lo que esto representa para el ejercicio de sus cargos.
Pacino relataba cómo, en sus comienzos con Lee Strasberg, maestro y mentor de grandes estrellas del teatro y el cine, sus mecanismos autoconscientes le ayudaron a conocerse mejor a sí mismo y a desarrollar sus habilidades artísticas, pero no a convertirse en un actor sobresaliente. Mucho después comprendió que las técnicas y el propósito de ser uno con el personaje eran aspectos provisionales que cumplían la misma función de las pequeñas ruedas laterales en las bicicletas de los chicos. Aquel esmero en verse de determinada forma era el cálculo, la técnica, pero no la maestría.
El estudio de la autoconciencia en las relaciones humanas en general y en el mundo laboral en particular, entre otros aspectos, facilita enormemente el diagnóstico que nos permitirá saber por qué un entorno de trabajo cualquiera es o no altamente productivo y gratificante. Existe la tendencia a buscar razones complejas para explicar la falta de afinidad y entendimiento entre un jefe y sus subordinados, de un asesor de servicio con sus clientes o las incompatibilidades entre un departamento y otro, cuando el fondo del asunto, en muchas ocasiones, no revela más que una raquítica y mal promovida cultura de la buena comunicación persona a persona.
Medir la calidad de nuestras respuestas emocionales, físicas y gestuales a los comportamientos, estilos de trabajo y juicios reales o imaginarios de quienes nos rodean, tratar de interpretar mejor las señales externas, proyectar una imagen motivadora y aprender a ser perceptivos-no reactivos es una tarea que compromete, en primera instancia, a los directivos y a quienes deseen alcanzar un nivel de liderazgo altamente efectivo. Como acabo de señalar, los roces y las desavenencias se acrecientan por el simple hecho de que olvidamos con frecuencia que no somos meros portadores de mensajes, sino que somos el mensaje en sí.
Para iniciar el proceso de educarnos en estas habilidades, debemos comenzar por ocuparnos de lo primero que se percibe: nuestra apariencia y nuestro lenguaje corporal. La postura, la gestualidad y el contacto visual que establecemos con nuestros semejantes determinan en gran medida el grado de aceptación y adhesión que pretendemos obtener de ellos. ¿Por qué ciertas personas nos atraen a primera vista? ¿Por qué otras nos resultan indiferentes, o nos previenen, o nos intimidan? Más allá de las relatividades inherentes a estos interrogantes, o de lo muy circunstanciales que puedan parecer, resulta claro que algunas personas se esmeran mucho más que otras en cultivar una imagen gestual inteligente y sensible con respecto a su entorno.
Aquel que es capaz de vestir su humanidad, su corporeidad, con gestos positivos y estimulantes sin duda ha entendido que el don de gentes, el carisma, no es simplemente un obsequio de natura. Nos construimos a base de esfuerzo y experiencia, nos adaptamos, nos hacemos asequibles y aprendemos a ser gratos a los ojos de los demás mediante la conciencia del yo que proyectamos y mediante la interpretación de las percepciones sobre los otros. La maestría se consigue con la madurez, cuando esa búsqueda deliberada y consciente de ser más aptos y mejores fluya con elegancia, con naturalidad.
Ninguna corriente, ninguna escuela administrativa o sicológica podrá desestimar nunca la importancia de comenzar por analizar estas nociones intra e interpersonales, aparentemente elementales. Por el contrario, en los últimos diez años, la PNL y la Inteligencia Emocional han suscitado un renovado interés por conocer los mecanismos más sutiles de la conducta humana, expresados en un lenguaje que no miente: el de la gestualidad. La convivencia fructífera y armónica con los otros es un aprendizaje que merece toda nuestra atención, pues de ella dependen, en gran medida, nuestros éxitos y nuestros fracasos.
Se me viene a la memoria un encuentro más o menos reciente con un grupo de personalidades de la política y la jurisprudencia colombianas luego de la presentación de un libro biográfico, escrito por el sobrino-nieto del connotado personaje. Estábamos en el primer piso de una antigua casa de estilo inglés, en los linderos del centro de Bogotá. Mientras conversaba con el director de la casa de ceremonias, se nos acercó un hombre de apariencia impecable, alto y bien parecido, un personaje que reconocí casi de inmediato. Era un afamado actor de radio y televisión, un humorista, para más señas. En cosa de minutos acaparó la conversación, elevó el tono de su voz, abrió desmesuradamente la boca y acercó tanto su rostro al mío que hasta podía sentir las gotitas de saliva golpeándome en la cara.
Nada más mortificante que aquello. Intenté, desde luego, evadir la enojosa situación de la manera más apropiada, es decir, enviándole toda clase de señales físicas y gestuales al sujeto, señales que aquel irrefrenable lenguaraz no quiso o no supo interpretar. Quería sentirse importante a como diera lugar.
Debí soportar aquella ridícula exhibición de egocentrismo exacerbado y de nula capacidad de autoconciencia durante unos diez minutos, los cuales, por supuesto, se me hicieron eternos. Semejante pesadez por poco me mueve a reaccionar de una forma brusca. El hombrecillo de la televisión era, vaya sorpresa, un completo maleducado, o mejor, un retrasado gestual.
Traspongamos una situación semejante a esta a la rutina diaria, al trabajo. Si compartimos el día a día con personas de escasa inteligencia gestual y emocional, las rencillas y malquerencias proliferarán y terminarán por estropear el ambiente de trabajo. Convertirnos en mejores lectores y actores gestuales debe ser un propósito personal y corporativo, una materia de estudio integrada a los planes de formación en el desarrollo de una cultura comunicativa y organizacional práctica y vigorosa, capaz de sumar muchos puntos a la calidad de la convivencia laboral y al sentido de pertenencia.
EXCELENTE.