De la prolongada apología del liderazgo
Hace unos ocho años, un prestigioso medio internético español dedicado al sector de Recursos Humanos lanzó una convocatoria de artículos breves. En el que resultó premiado, el autor ironizaba, con buen humor y sin ambages, sobre el sensible abuso de algunos términos propios de esa área; criticaba especialmente el discurso sobre el coaching y el talento. Me fijé en los comentarios de los lectores: todos asentían, y hasta se aludía también al “hartazgo” de liderazgo.
Seguro que se han dicho cosas interesantes sobre el liderazgo, como sobre el talento, la creatividad, la calidad, el trabajo en equipo, el coaching, la productividad y otros buzzwords de la familia. Y se seguirán diciendo, sin duda. No obstante, puede que en ocasiones hayamos desarrollado estos conceptos a conveniencia —parecen mostrar cierta plasticidad—, y aun prolongado la intervención con sensible dosis de vanilocuencia. Si uno lee lo suficiente, puede dar en algún caso con ideas opuestas de distintos autores, como también con ligerezas, boutades e incluso formulaciones algo delirantes.
Unos 25 años después de la explosión del término en nuestro mundo empresarial, cabe admitir, sí, posible hartazón de liderazgo; tanto en la literatura del management, como en las iniciativas de formación de directivos (y en otros contextos). Había —sigue habiendo— muy diferentes palos que tocar en el desarrollo permanente, incluido lo cognitivo y lo más intrapersonal; pero quizá, dentro de los diversos cambios en marcha en el escenario finisecular de las organizaciones, resultaba en verdad inexcusable una renovación de la relación jerárquica.
Aquí uno añadiría que acaso las consultoras y escuelas de negocios percibieron en la sugestiva palabra una promesa de nuevo boom, agotado ya el de la Dirección por Objetivos (DpO); además, quién sabe, si se venía destacando la importancia del knowledge worker, podría parecer oportuno fortalecer al directivo con, digamos, un cierto nimbo. Desde luego, se quiso que el del líder fuera un perfil muy positivo, dejando a un lado que también puede resultar obviamente negativo.
Reflexiones-visiones retrospectivas se han desplegado ya, y esta mía resultará superficial y particular; pero aquí está. Para empezar, uno duda si puede hablarse de resultados directos tras esta prolongada predicación del liderazgo; aunque, claro, todo depende de lo que realmente se pretendía y de la lectura que hagamos del término. Se diría que cada experto en management interpretó el concepto a su manera, y que hubo valiosos mensajes para los ejecutivos, como los hubo también enseguida para directivos intermedios, tanto en relación con la gestión cotidiana de personas, como orientados a su crecimiento personal y profesional.
En efecto, esta polisémica y policontextual etiqueta se ha utilizado para diferentes niveles de responsabilidad, y parece haberse desplegado su significado con propósitos diversos, sin descartar una dosis de interesada adulación a los directivos. Recuerdo que un conferenciante defendía hace unos 20 años una suerte de sinonimia entre liderazgo e inteligencia emocional, y que me pareció aquello una inferencia ambiciosa, atrevida, aunque en parte aceptable. Desde luego, liderazgo viene a ser un término tan altamente elástico como, por ejemplo, intuición (la intuición también empezaba a sonar entonces, por ejemplo, en relación con la innovación y la toma de decisiones).
Puestos a sugerir sinonimia, no ha faltado quien sostuviera, sin tapujos, que liderar consiste básicamente en manipular (sea para bien o para mal); de modo que quizá quepa insistir en que el liderazgo no sería deseable por sí mismo, sino en función de fines y medios. Esto puede parecer perogrullada, pero es que se ha querido, sí, salvaguardar la mejor lectura del término. Se ha llegado a negar el liderazgo al Führer (líder): Hitler habría sido un mero “alborotador” para algunos autores. Sigamos.
En los primeros años 90 y en general, debía vincularse el liderazgo con los desafíos de las nuevas realidades, y así pareció ser inicialmente. Pronto se identificó a líderes empresariales que habían preparado (técnica y culturalmente) a sus organizaciones para encarar el siglo XXI, y que nos fueron mostrados como referencia ante los retos de adaptación a los nuevos tiempos.
En aquellos grandes líderes parecía celebrarse casi toda clase de virtudes: visión de futuro, amplitud de miras, fiel percepción de las realidades, afán de logro, maestría comunicacional, creatividad, perspectiva sistémica, intuición, empatía, flexibilidad cognitiva, buen juicio, idóneo equilibrio entre audacia y prudencia, dominio personal, mindfulness, otras más, y hasta acaso integridad. Quizá algunos eran menos virtuosos en lo de ser que en lo de parecer, pero sí hubo altos ejecutivos que recondujeron con acierto sus organizaciones, para satisfacción de todos (obviamente, hogaño también contamos con virtuosos y efectivos ejecutivos-líderes, incluso sin colocarse el nimbo).
Al principio se subrayaba-forzaba la diferencia entre el perfil del líder y el del tradicional ejecutivo-gestor, y se abría así espacio semántico a la etiqueta encumbrada en aquel momento de emergentes y retadores cambios; pero seguramente hoy preferimos un gestor que procure buenos resultados, antes que un líder que conduzca al desastre. Claro, a igualdad de resultados bienvenido sea el líder, especialmente si genera un plus de satisfacción y crecimiento en su entorno.
Pronto fueron numerosos los autores (como también los consultores en las aulas) que quisieron empero ver al líder como un virtuoso en la cotidiana gestión cálida de personas (sin hablar mucho de metas) y, quizá, por esta opción semántica llegaría buena parte de la sobredosis en la predicación. Aquí uno insistiría en que el jefe-líder habría de catalizar (y no tanto capitalizar) la mejor expresión profesional de sus colaboradores tras las metas compartidas; va en línea con lo del “capital humano”, pero nuestro país no brilla precisamente por el aprovechamiento de este capital, sino que parece más instalado en lo de “recursos humanos”. Puede que Pío Baroja siguiera diciendo hoy, en más de un caso, que se paga por obedecer y no tanto por trabajar.
Cabría, con mentalidad sistémica, considerar que nadie sería líder si no contara con seguidores que como tal lo vieran, como, igualmente, que nadie sería creativo si no fuera percibido como tal en su entorno; pero la palabra mágica llegaba a los directivos intermedios como un imperativo cultural asociado a la función encomendada. En realidad, estos directivos podían sentirse más seguidores (de sus superiores) que líderes (de sus subordinados), pero tocaba formarse en liderazgo.
Obviamente, las organizaciones han de ser dirigidas siempre con visión de futuro y otras cardinales fortalezas del liderazgo más trascendente y genuino; fortalezas que cabe suponer en la Alta Dirección. En aquellas, las iniciativas de formación y desarrollo han sido típicamente orquestadas, pues, para futuros directivos o directivos intermedios, y asumidas por consultores externos, lo que parecía hacer más sólidos los mensajes cursados. Además, si surgían resistencias al cambio u otros conflictos internos que alteraran la marcha del programa, el consultor externo podría esquivarlos mejor o, llegado el (fra)caso, ser señalado. No obstante y aunque cada persona es única, el estilo de dirección-liderazgo a cultivar por los directivos era, en buena medida, el sugerido por el correspondiente primer ejecutivo; al respecto, puede que los consultores-formadores tuvieran que modular su doctrina para adaptarla al proyecto, o tal vez elevarla para que resultara inocua.
No, en realidad puede que no importara mucho el contenido de estos seminarios-talleres, y acaso importaba más lanzar a los directivos intermedios la idea de nueva cultura en las relaciones jerárquicas, estimularles tras un mayor compromiso, procurarles un marco para el fomento de las relaciones, o simplemente sacarles del despacho unos días e invitarles a pensar, a nutrir miras en alcance y amplitud. Quizá pudo haber también en la iniciativa formativa mensajes a la galería y desvíos de atención, o los cursos pudieron constituir parte de una higiénica sacudida a que se sometía a la organización. Cada lector habrá vivido su propia experiencia al respecto, y podrá desde luego ver las cosas de otra legítima y más precisa manera; pero vayamos ya a los autores, al tratamiento del liderazgo en libros y artículos.
Numerosos expertos nos han ilustrado; unos dirigiéndose aparente y oportunamente a los altos ejecutivos, y otros, más a la dirección intermedia. Sobre los primeros, releía estos días con gusto viejos textos de Zaleznik, Kotter, Teal y Mintzberg; pero también puede uno topar a veces con ideas que parecen cuestionables, incluso desde sus premisas de partida. En efecto, contamos con multitud de libros y artículos, en ocasiones acompañado el liderazgo de calificativos diversos (situacional, relacional, participativo, transformacional, resonante, ético, emocional, inspirador, de servicio…). Para algunos autores, por cierto, la gestión de personas resultaba muy sencilla; para otros, muy complicada.
De tanto ensimismamiento sobre el tema, pudo surgir, sí, algún asomo de delirio. Sin duda encontramos (en nuestro país, como en otros) valiosos pensamientos —y seguiremos encontrándolos, incluso en Twitter—; pero también podemos dar con formulaciones tal vez atrevidas, como que el líder ha de conquistar la inteligencia, la voluntad y las emociones de los seguidores, o que es él quien logra que las personas deseen hacer lo que tienen que hacer. Y desde luego hemos topado a veces con ideas curiosas sobre los trabajadores: lidiar con humanos es difícil porque tienen edad, sexo y carácter, las personas son en general incompetentes, con estos bueyes hay que arar… Uno frunce el ceño ante estas expresiones.
Cabe desde luego reconocer la relevancia del papel de un buen directivo de cualquier nivel, sea en funciones de gestión o de liderazgo, si las desempeña sin recurrir a prácticas reprobables: estos directivos resultan imprescindibles y altamente respetables. Pero hay algunos otros que, sea por autoengaño o por otra razón, no parecen conscientes de su propia objetable realidad. Los pecados son diversos pero, por ejemplo (entre otros posibles), venía a decir Thomas Teal (y otros expertos) que casi todos los directivos creen comportarse con integridad, pero la interpretan a su gusto. Uno añadiría que a veces la interpretan con sensible escapismo de la moral y la ética; desde luego y en sus últimos años, Peter Drucker destacaba la codicia de los ejecutivos y le faltaba mucho por ver.
Si el lector interesado ha llegado hasta aquí, recuerde que estos párrafos intentaban alentar su propia reflexión. Uno, equivocado o no, cree que no habría que fiarse mucho de los supuestos líderes (también tienen, como seres humanos y caramba, “edad, sexo y carácter”), porque a veces se equivocan y algunos se corrompen. Cuando se equivocan, suele corresponder a los seguidores el papel de scapegoats; además, se diría que cuando se corrompen se autoengañan, y que cuando se autoengañan se corrompen.