Cuatro décadas de gestión por competencias
En las últimas décadas del siglo XX y en torno a la creciente importancia del capital humano en las organizaciones, diversas corrientes de pensamiento se consolidaron; entre ellas, el competency movement. A partir de aquel famoso artículo (Testing for Competence rather than for Intelligence) de David McClelland en 1973, se extendió la inquietud por los requerimientos competenciales de los puestos de trabajo.
Podemos ciertamente recordar que, en los años 80 y 90, tomaron especial impulso algunos movimientos, tales como los relacionados con la dirección por objetivos y la productividad, con el aprendizaje permanente y la gestión del conocimiento, con el pensamiento crítico y la destreza informacional, con la creatividad y la innovación, con el empowerment y la inteligencia colectiva, con la psicología positiva y la calidad de vida en el trabajo, con la inteligencia emocional y el liderazgo, con el coaching y otras expresiones tutelares Y, desde luego, el de las competencias. Es decir, el relacionado con el análisis de competencias para la selección y formación de directivos y trabajadores.
Sabíamos que un buen expediente académico, como una buena calificación en los tests de inteligencia de los procesos de selección, no venían constituyendo garantía de efectividad en el desempeño profesional, sobre todo en determinados casos. Para predecir un buen desempeño del individuo, se había de considerar a fondo el puesto. Cuando, por ejemplo, las relaciones personales tenían elevado peso en la tarea, se había de exigir a los profesionales unas competencias muy específicas; tan específicas como los puestos ocupados, que podían apuntar a situaciones y condiciones muy diversas incluso adversas de trabajo. Todo esto recordamos, para empezar.
También que, en el escenario finisecular, y aun en el neosecular, pusimos quizá más empeño en las herramientas informáticas para la gestión por competencias, que en el estudio detenido de las actuaciones que exigían los puestos de trabajo. No obstante, surgieron obviamente necesidades de formación en directivos y trabajadores. Con la creencia-esperanza de que nuevos contenidos formativos podrían resolver las lagunas detectadas, se desplegaron numerosos directorios de competencias y muchas personas de niveles intermedios e inferiores recibieron la formación correspondiente. El objetivo: ser competentes en nuestros puestos.
Se dice que la incompetencia de un individuo le crea un problema a él, y que la del líder constituye un problema de todos. Esto parece bien cierto, y además seguramente al líder le cuesta advertir, en su caso, la falta de competencia bastante más de lo que le cuesta al seguidor. Para cuando un directivo se equivoca, se suele recurrir a aquello de que la peor decisión es la que no se toma, como a otras oportunas rutinas defensivas. O sea, que deficiencias competenciales puede haber en niveles inferiores, intermedios y hasta superiores.
Al parecer, cuarenta años después no es seguro que, gracias al movimiento de las competencias y a los cambios introducidos en la selección y la formación, seamos todos más competentes en nuestros puestos. Podría pensarse que algo ha fallado allá donde la gestión por competencias se implantó, y que algo ha debido seguir fallando allá donde no se implantó o no se hizo con rigor; pero, en realidad y por decirlo así, también es verdad que los puestos ya no son lo que eran. En efecto, como consecuencia de avances técnicos, o de cambios introducidos en las organizaciones, muchos puestos evolucionan, y nuevas competencias pueden ser precisas sin que apenas se hayan detectado-analizado debidamente.
Por otra parte, la verdad es que, en una empresa mal organizada o dirigida, por muy competentes que fueran las personas en sus puestos, los resultados podrían ser frustrantes; de modo que la gestión por competencias exige, desde luego, estar bien organizados. La Dirección por Objetivos ha fallado a veces por la falta de una cultura empresarial ad hoc, y los resultados de personas competentes se pueden frustrar por una defectuosa organización funcional. Puede afirmarse que el funcionamiento ha de estar bien diseñado y los puestos bien ocupados, para asegurar los logros individuales y colectivos con el esfuerzo justo; con la fluidez deseable.
Curiosamente, ha surgido estos años en la literatura de nuestro país un modelo de gestión que parte de la premisa de que todos somos, más allá de imperfectos, incompetentes. Gabriel Ginebra viene a decir que gestionar personas es sobre todo gestionar incompetentes, y que esta gestión resulta también complicada por condicionantes como la edad, el sexo y el carácter de las personas. Está claro que es más fácil pensar un plan de marketing, o seguir el presupuesto, que lidiar con humanos…, sostiene este autor, que repite con frecuencia que con estos bueyes hay que arar.
Somos todos, sin duda y en general, muy visiblemente perfectibles, cuando no somos directamente un desastre; es verdad y bueno es subrayarlo. Pero si también somos incompetentes en nuestros puestos de trabajo, entonces diría uno que la cosa tiene solución y que habría que acudir a la reasignación y la formación, más que sentar una incompetencia generalizada. Esto diría uno, sin olvidar, claro, que un directivo incompetente puede tender a rodearse de incompetentes por aquello de la mediocridad militante, como uno corrupto tiende a rodearse de cómplices. Acaso pueda por ello aceptarse que, si no impera, al menos se extiende la incompetencia y se fundamentan las denuncias de Ginebra.
Desde luego, también se diría que un directivo competente, efectivo, íntegro, profesional, tiende a rodearse de buenos colaboradores, profesionales en sus campos, y que esta es la vía de la prosperidad. No, acaso no deberíamos hacer de la generalización de la incompetencia un meme. Podrá decirse que no somos plenamente competentes en nuestros puestos, pero es que las exigencias son, en muchos casos, crecientes y retadoras, aparte de que nos manejemos a veces en entornos entrópicos y no siempre bien organizados. No, no parece justo generalizar la incompetencia de los individuos y dejar que se diluyan los casos extremos.
Tampoco parecería justo generalizar la torpeza de las organizaciones (de ella nos habló, por ejemplo, Scott Adams), aunque es verdad que la efectividad individual puede verse neutralizada por un desorden colectivo; por eso es tan precisa la inteligencia o excelencia en el funcionamiento de las organizaciones. Del concepto de organización inteligente contamos con diferentes lecturas, desde aquellas oportunas ideas formuladas por, entre otros, Senge, Nonaka o Wei Choo; pero, sobre la marcha, uno destacaría la importancia de que el sentido común no se vea subordinado al procedimiento, de que el poder no se oponga al saber, de que la profesionalidad impere sobre la complicidad, de que se evite la corrupción, la complacencia y la inercia.
Ser efectivos ser competentes debe ser una meta irrenunciable, y de hecho nos damos al aprendizaje y desarrollo permanente, tanto mediante acciones formales como informales. Pero hemos de ser competentes en entornos ad hoc; en organizaciones inteligentes, bien dirigidas, que catalicen la mejor expresión del capital humano tras metas bien seleccionadas. Habríamos de asegurar una estructura funcional idónea, una base sólida, sobre la que asentar la efectividad de las personas.
Puede que el lector interesado haya encontrado en estos párrafos materia para reflexionar sobre la competencia (como pericia, no como incumbencia) de las personas, y también sobre la inteligencia y prosperidad de las organizaciones ante las nuevas realidades; se trata de un reto que habremos de encarar con determinación. Pero sobre todo queríamos señalar aquí que el movimiento de las competencias ha cumplido cuatro décadas, sin que podamos sentirnos excesivamente satisfechos.
Las teorías sólidas del Management pueden resultar en verdad imprescindibles pero, si se desdibujan en la práctica, en la aplicación, su solidez se diluye y llegan a ser percibidas al nivel de las teorías menos fundamentadas. Claro, las realidades son cambiantes y la ciencia de la gestión empresarial se ha de adaptar a ellas (Alexis Codina nos lo recuerda oportunamente en su reciente entrega Estado del arte de las teorías y enfoques sobre dirección); por otra parte, sucede que los directivos encaran situaciones muy particulares, ante las que han de reaccionar con presteza y para las que a menudo carecen de recetas académicas. Cada organización es en verdad singular, única, y desde luego lo es cada área funcional, cada división, cada relación jerárquica.