Las criptomonedas también tienen dos caras
No existían hasta 2009, pero ya hay prácticamente 1.000 diferentes. De ellas, las más conocidas son el bitcoin, el ethereum y el ripple, con una capitalización superior a los 250.000ââ¬â°millones de dólares; sin embargo, ni las podemos guardar en nuestros bolsillos, porque no tienen existencia física, ni tampoco las podemos contabilizar en nuestras cuentas bancarias, porque no son monedas oficiales.
Su irrupción en el sistema financiero ha llamado la atención de todos y, de un tiempo a esta parte, financieros, economistas, juristas, inversores, periodistas, académicos, junto con la propia «criptocomunidad», opinamos y debatimos, tratando de responder la pregunta que nos hacen y que al mismo tiempo todos nos hacemos: ¿qué son realmente las criptomonedas?
Vamos a comenzar por una cuestión básica: el concepto de dinero, que podemos definir como un medio de pago que es aceptado por los agentes que participan en una economía para liquidar sus intercambios, cumpliendo además las funciones de unidad de cuenta y reserva de valor.
Además de los billetes y las monedas, que son su representación más habitual y popular, el dinero presenta multitud de formas.
Para conocerlas recurrimos al «banco de los bancos centrales», el Banco Internacional de Pagos de Basilea (BIS por sus siglas en inglés), que en septiembre de este mismo año publicaba un paper titulado «Criptomonedas de bancos centrales», el cual nos aporta una interesante taxonomía denominada flor del dinero, establecida en torno a cuatro características (emisor, formato, accesibilidad y mecanismos de transferencia).
Si nos fijamos en el espacio de intersección que ocupan las criptomonedas en este diagrama de Venn, nos encontramos las características básicas que las definen.
En primer lugar, son monedas electrónicas o, si se prefiere, digitales, en la medida en que no tienen existencia física y utilizan la tecnología DLT1 o de registros distribuidos, más conocida como blockchain, para permitir la transferencia remota entre pares de un valor electrónico en ausencia de una relación de confianza entre las partes contratantes.
En segundo término, son de acceso universal, dada su facilidad de acceso y uso, pero no constituyen pasivo de nadie, a diferencia del dinero en efectivo, cuyo emisor son los bancos centrales, o del dinero móvil almacenado en monederos electrónicos, respaldados por un depósito en un banco.
En último término está la característica más relevante y en la que centraré mi valoración y conclusiones posteriores: su mecanismo de trasmisión descentralizado, que permite los intercambios entre pares (P2P, «peer to peer»).
Ninguna de las más de 900 criptomonedas que cotizan en coinmarketcap2 tiene valor intrínseco. Esto no es noticia para sus poseedores, que las tienen porque asumen y confían en que en algún momento se podrán intercambiar por bienes y servicios o incluso por otras formas de dinero, como euros o dólares, en alguno de los denominados exchanges.
Idéntica situación ocurre con los billetes y monedas que llevamos en nuestros bolsillos y carteras, porque desde aquel agosto del 71, cuando el presidente Nixon anunció el cese de la convertibilidad del dólar americano en oro poniendo fin así al patrón dólar, heredero a su vez del patrón oro, el dinero físico emitido por los bancos centrales carece también de valor intrínseco.
Nos encontramos pues ante una paradójica coincidencia: monedas oficiales y criptomonedas son dinero fiduciario o dinero fiat.
Las monedas oficiales, aun sin valor intrínseco, están respaldadas por una ley y un banco central emisor que les otorgan, al menos a las principales, plena confianza para ser intercambiadas por bienes y servicios en cualquier lugar y tiempo.
Las criptomonedas, aunque su aceptación entre los agentes económicos es creciente y el futuro no parece indicar lo contrario, tienen aún sus limitaciones, en atención precisamente a su descentralización y al hecho de que para ser cambiadas por dinero fiat (otras monedas oficiales) necesitan la intervención de los ya mencionados exchanges, sin cuyo concurso carecerían de esa convertibilidad.
Este es sin duda el anverso de las criptomonedas, su cara: su potencial uso como medio de pago. Situándose en el mismo plano que las monedas oficiales, presentan su legítima candidatura como alternativa a unidad de cuenta y, por qué no decirlo, a sustituir al dinero físico, como así lo demuestran iniciativas tan sólidas como eKrona en Suecia o JCoin en Japón.
Sin apartarnos de su mecanismo de transmisión descentralizado, es precisamente esta característica la que nos abre la puerta para analizar si las criptomonedas cumplen además la función última atribuida al dinero: la reserva de valor.
Entramos probablemente en el punto más controvertido de este análisis y del debate sobre divisas digitales. Lo es empezando por el propio concepto de reserva de valor, que admite diferentes interpretaciones.
Desde un punto de vista clásico o purista, esta función la cumplen aquellos activos o medios de pago que, siendo absolutamente independientes de Gobiernos y políticas, conservan y aumentan su poder adquisitivo a lo largo de los años, fundamentalmente por una serie de características que les otorgan confianza, como son la escasez, la indestructibilidad o su difícil falsificación.
Y claro está, bajo estos criterios, el mejor ejemplo de reserva de valor que nos encontramos en la historia es el oro que además, como sabemos, fue contrapartida del dinero no fiduciario hasta los años 70.
La visión moderna nos plantea, también en este ámbito conceptual, una importante disrupción. Si tomamos como referencia el bitcóin, sin duda la criptomoneda estrella por capitalización, descubriremos casi de inmediato que muchos la denominan el oro digital en referencia a su escasez, a su indestructibilidad y a su teórica seguridad basada en la criptografía, aunque ya se ha vivido algún episodio extraño como el de Mt. Gox.
Una referencia es esta descripción que podemos leer en la web de bitcoin.com, una de las principales compañías del sector:
El protocolo del bitcóin también está limitado a 21 millones de bitcoines, lo que significa que no se puede crear más que eso. Esto quiere decir que ningún banco central, individuo o Gobierno puede aparecer y simplemente «imprimir» más bitcoines cuando les convenga. En este sentido, el bitcóin es una moneda deflacionaria y, como tal, es probable que crezca en valor en función únicamente de esta propiedad.
Al abordar la cuestión de la confianza en el valor, encontramos zonas grises en los propios enunciados de sus impulsores:
«La confianza en el bitcóin se basa en las valoraciones subjetivas de la fe humana en algoritmos matemáticos, encriptación y números». Citado en bitcoin.com.
«Mucha de la confianza en Bitcoin viene del hecho de que no requiere confianza. Bitcoin es completamente de código abierto y descentralizado. Esto significa que cualquiera tiene acceso al código completo en cualquier momento», podemos leer en bitcoin.org.
«El valor no es una cosa física, real, como la caja. Es una expectativa respecto a la medida en que la gente quiere algo». Citado en elbitcoin.org.
Le hemos dado la vuelta a la criptomoneda y contemplamos ahora su reverso, su cruz: su cuestionable función como reserva de valor en el futuro a pesar de su más que demostrada y creciente capitalización en el presente.
No pretendo cuestionar la cotización de ninguna de las criptomonedas, porque los mercados, todos, cuando alcanzan su punto de equilibrio entre oferta y demanda, nunca se equivocan.
Más allá de contemplar la impresionante volatilidad de sus cotizaciones, no es mi objetivo con este post dar o quitar razones a los que afirman que estamos ante la mayor burbuja jamás contemplada.
No me cabe la menor duda, y creo que así ha quedado demostrado, que las criptomonedas son una seria, legítima e interesante alternativa como medio de pago que, en determinados escenarios, podría incluso sustituir al dinero físico.
Sin embargo, no puedo dejar de cuestionarme su función de reserva de valor, íntimamente ligada a esa «razón de confianza» de la que, en mi opinión, depende su futura convertibilidad y aceptación en los intercambios que, por su propia idiosincrasia descentralizada («no hay nadie detrás»), hoy por hoy ni es universal ni está específicamente regulada…